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Raúl Zibechi

Dispersar el poder. Los movimientos como poderes antiestatales

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Es cierto que cuando las aguas se aquietan, cuando la intensidad de la movilización se evapora dejando paso al retorno a la vida cotidiana, las inercias vuelven a imponerse y todo lo creado -parafraseando a Marx- parece disolverse en el aire. Sin embargo, ninguna experiencia social pasa sin dejar huella, si en ella se ha desplegado la potencia de la creatividad colectiva, si se ha sido capaz de ir más allá de lo establecido, si se han ensayado nuevas formas de hacer y de relacionarse. En esta nueva etapa de los movimientos, lo decisivo no son las reivindicaciones conseguidas sino la capacidad de crear espacios y territorios fuera del control de los poderosos (desde las clases dominantes y los medios hasta los partidos de izquierda, las iglesias y los sindicatos) en los que practicar la autonomía.
En suma, no se trata de realizar un programa sino de experimentar nuevas formas de vivir y de hacer. A menudo, estas formas de vida -que son simultáneamente formas de resistencia al modelo- sólo pueden mantenerse en el tiempo si se consolidan los espacios autónomos donde nacieron, en los que la lógica del sistema puede ser invertida. Cuando esos espacios se convierten en territorios, o sea porciones de la sociedad en las que sus miembros desarrollan toda la vida cotidiana (desde el trabajo hasta la salud, la educación y el ocio), aparecen las condiciones para lanzar desafíos más profundos al régimen dominante. En sentido estricto, ya no son clases o sectores sociales los que se enfrentan al capitalismo, sino sociedades otras, diferentes, que nacieron en el seno de una sociedad que agoniza; la expansión de esas sociedades diferentes es lo que crea las condiciones para un cambio social radical, un pachakutik, la inversión del mundo. Estas son algunas enseñanzas de las luchas de los pueblos que habitan Bolivia.

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