Un día de otoño de 1903, el astrónomo norteamericano William H. Wright llegaba al puerto de Valparaíso. Había cruzado los océanos con un enorme telescopio y todas sus piezas, un espectrógrafo, múltiples espejos incluso el domo que recubriría esta tecnología de vanguardia de la época. Buscaban replicar el Lick Observatory, ubicado en California y así indagar los astros que no eran visibles desde sus latitudes. El distante Chile sería su hogar en los próximos años.
Difícil le resultaba imaginar que la astronomía llegaría a ser, un siglo más tarde, una actividad de fundamental importancia en el pequeño país del fin del mundo. Menos, que su propio trabajo sería una pieza clave en el
desarrollo científico de los chilenos. Se iniciaba así la construcción de un pequeño observatorio en Santiago, en lo alto del cerro San Cristóbal. Más de cien años después, en 2010, el Observatorio Manuel Foster, como se llamaba entonces, adquiría la categoría de monumento histórico y consolidaba su carácter patrimonial en un país que se había levantado como un polo astronómico mundial. Los detalles que alinean la historia que destina a Chile a estos astrónomos pioneros podría formar parte de
la mejor novela de aventuras. En ese mismo registro de amenidad la autora nos presenta esta sólida investigación histórica que ilumina los orígenes de nuestra astronomía.