El día que Francisco Huenchumilla pidió perdón al pueblo mapuche en nombre del Estado no solo estaba marcando un hito político e histórico. También puso sobre sus hombros la lucha indígena, esa que ha cruzado toda la vida republicana de Chile. No lo hizo desde la dirigencia campesina o desde la solemnidad de los antiguos lonko. Lo hizo como humanista y desde su condición de mapuche y de chileno. De ser Huenchumilla y también Jaramillo, una bisagra entre dos mundos enfrentados por una mala historia pero con la posibilidad cierta de un destino común.La historia de Huenchumilla es la historia del conflicto chileno-mapuche al sur del río Biobío. Es la historia del Temuco racista de su infancia, de los colonos y sus clubes con nombre europeo, y es la historia de un mapuche exdiputado, subsecretario, ministro, alcalde e intendente que nunca dejaría de sentirse como “el negrito de Harvard”.Es también la historia de un País Mapuche rico, comerciante, ganadero, que a fines del siglo XIX fue borrado del mapa por las nacientes repúblicas chilena y argentina. En una guerra injusta, a traición, que violó tratados históricos y acabó con tres siglos de soberanía mapuche en el Cono Sur. La historia de Huenchumilla, apellido que significa “hombre de oro”, es también la historia de Calfucura, Mañil, Inakayal y Sayhueque, próceres que defendieron Wallmapu del avance de las alambradas y los fundos, de la “civilización” y del “progreso”.A través de su vida es posible no solo retratar el desencuentro que cada tanto desangra La Frontera y a sus habitantes; también que en ella se vislumbra una oportunidad única para el pueblo mapuche y para Chile. La oportunidad del reencuentro, del curar las heridas y del explorar, ambas sociedades, la posibilidad de una convivencia interétnica respetuosa.